Damas en el Palco o «Las tres Manolas»
Francisco Pradilla Ortiz.
Óleo sobre lienzo. 85 x 104 cms.
(…)
¿Adónde irán las manolas
mientras sufren en la umbría
el surtidor y la rosa?
¿Qué galanes las esperan?
¿Bajo qué mirto reposan?
¿Qué manos roban perfumes
a sus dos flores redondas?
(…)
Este fragmento del poema de Federico García Lorca, nos cuenta que los españoles llaman Manolas a las mujeres elegantemente ataviadas con mantilla, una anacrónica costumbre que se mantiene durante la Semana Santa, aunque mas modernamente el palabro tiene acepciones más vulgares y onanistas por lo que ha caído en desuso para designar a estas maravillosas mujeres que nos pintó, en un arrebato de modernidad, nuestro histórico Pradilla.
Veámoslas despacio, en un palco, cinco damas se descansan de una jornada de procesiones. Cuatro de ellas van vestidas de mantilla, una blanca y otras tres negras, y la quinta dama viste de un raso rosa, escotado en la espalda y con tirantes de perlas doradas. El recato y recogimiento religiosos de la Semana Santa pasó a mejor vida, si es que alguna vez la tuvo fuera de la ortodoxia fanática, y como se ve, se ha convertido en todo un despliegue de atractivos femeninos, en el que no faltan mantones de Manila y abanicos sobre el alfeizar del palco y flores amarillas y rojas como prendidos. Las mujeres charlan de lo que ven, el círculo se ha convertido en una central escrutinizadora y una de ellas mantiene unos anteojos en la mano. Sin duda dicen lo que pueden, e insinúan lo que no, de unos y otros, mientras alguna cáe derrotada de tanto trajin y se apoya desganada haciendo frente a la vista del pintor.
Nosotros no podemos por menos que encantarnos con esta obra, que cualquier crítico de buena paga enmarcaría dentro del costumbrismo típico del XIX, aunque en el caso de Pradilla, el costumbrismo español e italiano refleja las escenas cotidianas con una frescura que nunca antes fue alcanzada. Pero a fuerza de profesión y oficio, Don Francisco pintaba con tal soltura que era capaz de hacerlo «al modo Velázquez», esto es, sin veladuras, soltando el pincel tal como intuía que los garabatos se convertirían en preciosos encajes al separarse de la tela.
Cuando os acerquéis a olerla (por éso va en alta definición, como siempre) algo que nunca debe hacerse en presencia de entendidos, pues al decir de Rubens, «la pintura es para verla, no para olerla» aludiendo a que cada imagen hay que apreciarla desde una distancia determinada; Pues bien, cuando os acerquéis tanto que las pestañas se manchen de óleo, veréis solo manchas de pasta que se amontonan y se atropellan, vertiendo la pintura con valentía y compromiso veréis el genio del pintor manejando una batuta, no un pincel, soltando españa por la paleta, una de las pocas españas que en aquella época eran presentables al público del mundo.
Es un placer ver como la mujer de espaldas refleja su cara en el espejo lateral del palco; fijarse en el ramillete de flores de la esquina derecha, en la factura del mantón que cuelga tapado por la hoja del programa de mano o en las texturas con las que este genio ha conseguido los encajes calados, los brillos de la seda y los mates acolchados de los terciopelos.
Y también es una gozada saborear el prototipo de mujer española de belleza incontestable, fuera de las morenas tan rigurosas de Romero de Torres, Pradilla nos presenta a una mujer guapa y más moderna, pero real, de esas que se veían en los palcos y en los saraos del foro, para gusto de todos.
Ahora, en Madrid, junto al Senado, existe una antigua taberna reconvertida en restaurante de buena cocina vasca, decorado con una reproducción de este cuadro que se llama «Las Tres Manolas». Es de recibo aconsejarlo porque lo que encuentras dentro es agradable y sabroso.
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